La pintura de Véronique Aimonetto-Chevalier se compone de espacios caligráficos. Sus pinturas-constelaciones en forma de sellos o talismanes luminosos, sus alfombras de signos simétricamente ordenados evocan un imaginario orientalista, pero amnésico de toda referencia religiosa. Su paleta toma prestado del arte bizantino el uso simbólico del oro para delimitar lo sagrado de lo profano. Se equivocan quienes consideran su obra meramente decorativa: esta "aurificación" es la expresión de un deseo de armonía y, sin duda, de eternidad. Citando y repitiendo un motivo o un signo, Véronique Aimonetto-Chevalier construye y escribe, con la paciencia de un iluminador, una caligrafía de lo pleno y lo suelto.
En la verticalidad del instante puro, expresa maravillosamente el encuentro de la mano y el pincel que confiere al significante una importancia súbita y serena, siempre superior a la del significado, transfiriendo al trabajo de la letra los impulsos gráficos que podrían formar una figura, ilustrando lo que Roland Barthes llamaba "el gráfico para nada o el significante sin significado".